domingo, 13 de enero de 2008

Noche de insominio y música para calmar a las bestias

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A veces... a veces intento forzar la cerradura de mi memoria, pero no lo logro, es un código que yo no puedo acceder con facilidad de cómo recuerdo lo que hice hoy, o lo que hice durante la semana. Esta tan cubierto de polvo, que se ha formado una pared de tierra, que sólo trasluce ciertas imágenes, con las que no puedo construir ni un recuerdo sin usar la ficción, que es tan abundante en mi cabeza, como la energía en mi cuerpo, entonces suena el piano tocado por mi abuela Joyce.

Duro, de madera, lizo y bien cuidado suena con fuerza, con sus notas va entrando en mi cabeza, cayendo como gotas de agua, va diluyendo la pared de tierra, y en convertida en barro, escurre al suelo. Suena el claro de luna de beethoven, despacio casi imperceptible, al contrario del pequeño niño rubio que va creciendo, animoso, revoltoso y jugueton.
De a poco muere y se destiñe ese pequeño, la burbuja se va agrandando hasta romperse de pronto.
Los juguetes se hacen inservibles, los mundos imaginarios ya no tienen sentido, los ruidos son más fuertes, la inocencia se vuelve idiotez, la pausa es aburrimiento, las ramas de los arboles ya no son tan atractivas.
Llegan las notas en tormenta, abriendo los recuerdos bloqueados, cobran fuerza, aceleran el paso y golpean fuerte cada escalón de esa escalera bicolor, que no me quiero quedar atrapado en estos recuerdos oscuros, deja que pasen rápido, de carrera, así como pequeños bocetos, dibujos de papel de una pequeña viñeta. Golpes , insultos, soledad, inconsecuencia, amigos por conveniencia, encerrones, pasillos eternos, traumas de preadolescencia. Dios y ese niño de pelo café claro y nariz pequeña, mueren para quedar atrapados en lo más hondo de mi inconsciencia.

Como un funeral, las notas se hacen más negras, dejando espacio a la noche para que vuelvan las nubes que cubren a la luna que esta dorada, esta amarilla por el sarro que ha usado para brillar en la oscuridad. Así también la noche se apodera de mis ropas, de mi cabeza, de mi música, se cuela y penetra... comienzan las lágrimas. El adolecente que crece creyendo crecer, que sólo hace daño y lo sabe muy bien. Suena un do sostenido, haciendome temblar como lo hacía la adrenalina, de cada travesura. Cada bomba de sonido, creada de manera artesanal, con ácido muriático y monedas de peso, que con harto coraje se bate y lanza para que no se explote en las manos, el ruido que provoca y asusta a los vecinos que salen a la calle o se asoman tímidos a las ventanas creyendo escuchar disparos, llamando a carabineros. Bombas de humo hechas de salitre y caramelo que emiten una niebla gris que oscurece y contamina el aire, asemejándose a una protesta. Huevos y ciruelas que explotan en vidrios que son lanzados desde detrás de los árboles del parque tobalaba o la misma plaza del pasaje a los autos que van paralelos al san Carlos, Halloween y bombas de agua. Alcohol y cigarros, que se acercan como los placeres que le son negados como la manzana a los padres bíblicos. Retos, castigos, la cara de una madre que se destroza el alma, intentado ver que le pasa a su hijo, pero nadie la puede ayudar, esta es una etapa que solo ese niño debe pasar. Sacando la voz apenas entre lágrimas y rabia, envejeciendo cada vez más rápido, siendo consumida por los nervios que le punzan cada vez más fuerte las manos y el cuerpo, sólo la tintura ayuda a disimular cuánto le afectado esto, pero las peleas son mayores entre que cada vez ella se acerca más, que suene más fuerte otra sonata que no se cómo se llame, que acalle los gritos en la casa. Las discusiones de madre y hijo, donde ese rebelde le hace ver a su madre que ella lo dejó abandonado por su hermana y ella le trata de decir que no fue siempre así, que a veces fue su rol y obligación, pero ese adolecente en su cabeza la entiende, entiende que ella le debía enseñar a su hija a ser mujer y no podría jamás jugar a la pelota, ni nintendo 64, ni ayudarlo con la casa del árbol, que hay un gran ausente en todas las actividades y que la culpa no la tiene ella, sino que ambos saben perfectamente quién es y que el cree que nunca se lo perdonara, que ese rencor lo perseguirá para siempre, aún cuando ese ausente estuvo a veces ahí, pero para el fue solo una mera imagen, un libro de consulta, un profesor de matemáticas todo menos lo que el necesitaba. se acaba la música en la doble barra final, el piano deja de tocar, cae sobre las teclas la madera , rechinando las bizagras oxidadas después de cuarenta y tantos años de servicio en la casa de Fleming, a esa bella escosesa que se casó con un chileno ya que todos los pretendientes se fueron a peliar la segunda guerra mundial. Las líneas del pentágrama se van separando, una atraviesa a todos los sostenidos, formándose un alambre de púas sobre las demás, las otras cuatro se van volviendo metal, se alargan y se cruzan formando una reja, las notas se aglomeran en los rombos de espacio que queda, se forma una puerta con las dobles barras de repetición, los puntos son las bizagras, en la cerradura se ve los cuatro cuartos, débilmente dibujados casi como rayados de la pintura original y cuelga de la manilla la llave de ese mundo que de nuevo se vuelve borroso, la llave de sol.
Allí tocando en la casa de su abuela en Fleming, en el piano casio en la casa, se ve a ese niño pequeño, a ese niño que va creciendo, a ese adolecente que va madurando, en su refugio, en su burbuja, en su nube, en su casa de compases, de una escalera grande y bicolor, por la que sube cuando necesita escapar del mundo exterior.












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